lunes, 11 de noviembre de 2013

La flor de un día

El sol relució en el alba; tibió árboles, hierbas y flores por igual; evaporó con calma las gotas del rocío formadas durante su ausencia luminosa y marcó el inicio del tiempo que durante la senda iba a cambiar.

Después de un rato, las coqueterías solares incrementaron su intensidad, elevaron la temperatura e hicieron que el mundo se quisiera tapar. Llegó el medio día y las sombras desaparecieron por un breve instante, el sol no perdonó y se declaró como dueño y señor de todo lo que aquí hay.

Las nubes, egoístas, se entrelazaron hacia la tarde, queriendo ser las únicas en recibir la gracia solar; por eso toldaron el día con su grisáceo color, para después terminar llorando sobre los campos; todos los colores del mundo fueron cubiertos por las aguas del cielo y al mundo pretendieron momentáneamente inundar.

Llegó el caminar de la noche, abriéndose paso entre la batalla de haces luz: unos marchantes y otros renuentes a irse; finalmente el ocaso cedió ante el velo de la noche. El nocturno manto permitió lentamente el paso de los hilos de algunas estrellas, que poco interés tuvieron en el mundo calentar. 

Con la llegada de la luna, las luces estelares abandonaron el privilegio de iluminar; los rayos de la blanca se aunaron al frío inclemente y húmedo, sin embargo, las nubes nuevamente aparecieron y taparon, no con gris, sino con negro el día en su intento de dormitar.

Con la tímida llegada solar, floreció la esperanza de un día de estaciones más...


Definitivamente, 
nada es definitivo;
nuestra percepción del tiempo 
y el mismo tiempo,
son relativos...

Así como lo es el sentimiento subyacente a este escrito.