Ayer me encontré con Tristeza.
Fue de repente, como siempre suele suceder:
Como cuando vas por ahí: entretenido/aburrido/preocupado/estresado/agobiado/mortificado con tus pensamientos, y de repente, ¡pum! Llega.
Sorpresivamente se te aparece y te agarra tan desprevenido, que logra hacer lo que le gusta hacer:
Te cambia la percepción de las sonrisas y las miradas de la gente, silencia el ruido, los sonidos y la música del ambiente, transforma las palabras y te las repite varias veces, cada vez modificando ligera, pero dolorosamente, su significado.
¿Y entonces... qué hacer?
¿Dejarse llevar por lo que se suele sentir y pensar en su compañía: como alterar los recuerdos, trastocando las imágenes originales, por otras diferentes al momento vivido?
¿Continuar avanzando corporalmente, pero tan concentrado en aquellas vivencias que mentalmente te quedas detenido?
¿Mandar a la mierda sentimientos de esperanza, resiliencia y optimismo, para recibir con ímpetu el rechazo, el miedo, la pena y el sufrimiento?
Pues en esta oportunidad, no hice nada...
O bueno, sí hice: la dejé pasar y ya.
Seguí caminando. Tristeza siguió su camino.
Y ahora que lo veo todo, descubro con Alegría cuál fue el verdadero encuentro.